En el evangelio de hoy Jesús nos habla de dos hombre. Ambos mueren: ?Murió el mendigo ? Murió también el rico?. Y del destino inmediato que puede ser diferente: ?El mendigo fue llevado por los ángeles al seno de Abraham? y el rico ?fue enterrado? ? no hay ángeles que le lleven ? ?y estando en el infierno??
Lo primero que nos dice es una obviedad: todos nos vamos a morir. ?El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de una ruina total (?). La semilla de eternidad que lleva en sí, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte? (Concilio Vaticano II, ?Gaudium et Spe? 18).
Hay temas que no estamos dispuestos a abordar, sin embargo, la muerte es un dato seguro. Vivimos sumergidos en una cultura que evita afrontar la muerte, que la ha convertido en un tema prohibido, en una cuestión tabú. No solo nos evadimos de la idea, sino de cualquier manifestación de vulnerabilidad humana: de la enfermedad, del fracaso, del sufrimiento, de la frustración, del desamor, de la impotencia, de la fatiga, de todo aquello que nos hace frágiles a ojos de los demás (cf. Francesc Torralba, ?No hay palabras?). Y, sin embargo, nos hace mucho bien meditar en ella, nos ayudará a vivir mejor. Nada de eufemismos. La muerte da un sentido definitivo a cuanto hacemos. El tiempo es lineal, no circular, y, ñor tanto, lo que hago o no hago hoy, ahora, queda sin hacer. ?Tempus breve est? ¡Y hemos de aprovecharlo!
También nos habla de la supervivencia del alma después de la muerte, de la retribución después de la vida y como el tiempo de merecer – de aprender a amar, y a dejarse amar – es éste. Cómo después de la muerte vendrá la realidad del juicio con premio o castigo, que es definitivo – no se va de un lado a otro ?entre vosotros y nosotros hay interpuesto un abismo inmenso, para que los quieran cruzar ?no puedan hacerlo?. El Catecismo nos recuerda en el número 1021: ?La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros?.
Vivamos sin alarmismos ni temores, con sentido de responsabilidad, hemos de caminar bien preparados para ese encuentro definitivo con Jesús contando con que ?hay una sola cosa a la que debemos tender. Tender, porque somos todavía peregrinos, no residentes; estamos aún en camino, no en la patria definitiva; hacia ella tiende nuestro deseo, pero no disfrutamos aún de su posesión. Sin embargo, no cejemos en nuestro esfuerzo, no dejemos de tender hacia ella, porque sólo así podremos un día llegar a término? (San Agustín, Sermón 103,1-2.6).
Pidamos a Nuestra Madre, Auxilio de los Cristianos, vivir con esa tendencia, con la esperanza en la vida eterna.
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